Vive Toluca la noche en que la vida y la muerte se vuelven una sola

Agencia MVT / José Contreras Contreras

TOLUCA, México, 1 de Noviembre del 2017.- Por contradictorio que suene, los panteones cobran vida; los normalmente lúgubres lugares donde se depositan los restos mortales de quienes se han marchado del mundo terrenal, poco a poco se iluminan hasta convertirse en sitios llenos de vida, donde el murmullo de las oraciones se mezcla con cánticos religiosos y después con los acordes de guitarras y acordeón para dar la bienvenida con “su favorita” a quienes se les guarda afecto y ocupan –ya no físicamente—un lugar especial en las familias.

La noche poco a poco cayó en el Valle de Toluca, una noche especial, llena de misticismo y de sincretismo entre lo religioso y lo pagano, porque a los muertos se les recuerda como vivos y los vivos aman mezclarse con los muertos.

El olor a copar, a cera de las veladoras, el propio de las flores tradicionales del cempasúchil, la nube y el terciopelo, se unen al oloroso mole y arroz rojos, los tamales, y otros guisados que en algunos casos recuerdan la metafórica cinta de “Macario”, aquel que tuvo un encuentro cercano con la muerte cuando decidió ir a comer a solas el guajolote que nunca pudo degustar junto a su familia por la pobreza que como muchos mexicanos todavía enfrentan en esta tierra de dolor y esperanza.

En el Valle de Toluca, como en muchos sitios de este gran México, los panteones la noche del 1 de noviembre son todo, menos silenciosos. El campo santo se transforma en un poco explicable escenario de unión familiar, de encuentro entre vivos y muertos, de fiesta que llega a veces al exceso cuando se mezcla con el calor del alcohol en la garganta.

El un espacio abierto a muchas expresiones, porque igual algunos pequeños llegan a acompañar a sus padres a velar a los muertos todavía con el rostro maquillado de personajes de ultratumba, porque horas antes asistieron a los festejos escolares, de los espacios educativos donde poco espacio tiene el tradicional Día de Muertos y se da preferencia al anglosajón “Halloween”.

Pero también están ahí los abuelos, a quienes se les distingue no solo por las arrugas en el rostro, sino por una actitud distinta, más cercana al homenaje que a la fiesta, a la reflexión, quizá porque saben que pronto serán ellos los homenajeados en estas noches del 1 de noviembre, cuando la muerte ronda en medio de la vida.

Esta vez no hay lluvia, ahora parece que el clima es benévolo para la velación, incluso el viento es escaso, por eso las veladoras iluminan más, su luz permite ver con claridad los pétalos de la flor naranja sobre las tumbas, algunos tendederos de papel picado que hacen las veces de cerca para separar una fiesta de otra, pues los panteones están cada vez más limitados de espacio y las tumbas hoy están prácticamente una junto a otra.

Es noche de amar, de recordar, de sentir, de oler, de palpar, de conversar, porque siempre hay un momento para recordar todo aquello que se vivió con quienes ya no están, esos momentos en los que, en vida, se estuvo junto con quien ahora se vela, algunos más alegres que otros, pero siempre con una frase que bien pudiera ser epitafio de muchas tumbas: “tan bueno que era”.

Extranjeros europeos, americanos e incluso algunos asiáticos acuden a estos panteones tradicionales de Toluca, como el de Calixtlahuaca, donde una banda de viento les da la bienvenida con interpretaciones solemnes de música culta que al caminar van quedando atrás y se pierden entre los sones más mexicanos del mariachi, de banda y hasta de Pedro Infante, otro mexicano evidentemente inmortal al que muchos se niegan a enterrar en el pasado.

Pero hay otros Pedro Infante, casi siempre uno en cada familia, ese tío, padre, abuelo o hermano al que se recuerda de una manera todavía más especial que a los demás que ya se fueron, porque hizo algo distinto, porque dejó una huella profunda entre quienes siguen con vida.

Las historias se sobrevienen recordando a quien se fue “al otro lado” y nunca olvidó a la familia, como a él tampoco le olvidan sus parientes, algunos le encienden una veladora porque saben que murió, pero sus restos nunca regresaron a la tierra que lo vio nacer, solamente está con ellos esta noche especial, la noche del Día de Muertos.

Las explicaciones sobran, casi todo en torno a la celebración del Día de Muertos tiene una explicación: las veladoras para iluminar el retorno de las almas, el agua para saciar su sed, la sal para inmortalizar su presencia y procurar que su estancia sea “sabrosa”; los pétalos de flor y el aserrín pintado para marcar su camino a casa, como para evitar que se pierda en el retorno y falte a la cita de esta noche mística, de ensueño, de esperanza.

Son solamente unas horas, no más de ocho, pues al brillar el primer destello de sol en el firmamento la magia llega a su fin, pero lo que nunca acaba es este bello espectáculo que en ningún país del mundo puede ser igual, porque por más elementos tecnológicos, económicos o políticos que tengan para presumir en otros continentes u otras naciones, este es el único lugar donde los muertos siguen vivos, aunque sea en nuestro corazón, en nuestra fe, en la esperanza de un pueblo de dulzura que aprendió a comerse la muerte en alfeñique y que no perdona este singular encuentro de dimensiones en el que la vida y la muerte se hacen una, para vivir o morir, pero juntas.

 

Miercoles 24 de Abril del 2024 8:11 pm